martes, 13 de septiembre de 2016

Reescritura Madre




Reescritura Madre de: John Berger
por: Megam Mori 
  
29/08/2016


Mirar su foto era como meter el dedo en el enchufe, te sacudía todo el cuerpo hasta terminar con una patada directo al pecho. Cada vez que la recordaba, no podía dejar de sentir un avasallador pesar, una tristeza que sólo con los años logré aminorar. 
Hacía tiempo desde aquellas veces donde me encontraba perdido en su sonrisa. Ella se veía feliz, sencilla, llena de vida, sin indicios de que iba a pasar sus últimas décadas en un abatimiento melancólico impostergable. 
  
De chico siempre soñaba que me llevaba a recorrer la ciudad, transitando por zonas remotas, hasta alejarnos y llegar a un pequeño bosque de nogales, donde me contaba, al pedalear, historias ancestrales de personas que una vez vivieron en las chozas al costado del camino. Otras, simplemente soñaba que la veía cocinar, siguiendo las recetas con soltura y gracia, mientras yo me deleitaba con el aroma de sus postres. Luego despertaba, y me daba cuenta de que eran puras fantasías. Ella apenas se levantaba de la cama. Ya no me iba a acompañar a recorrer el bosque, y habían quedado en el pasado los días en que degustábamos una comida juntos, en familia. Era inútil mantener las esperanzas. Estaba perdida.  
Mi madre fue diagnosticada con trastorno depresivo a una joven edad. Primero pensaron que su pérdida de interés se debía a su estado anímico, ya que nunca consumía carnes, y que era algo pasajero.  Pero en cuestión de meses, su estado se había agravado y los fármacos apenas lograban mantenerla despierta y consciente. 
  
Mi padre le profesaba un amor digno de mención, se desvivía por ella. Trabaja más de lo que debía y cuando no trabajaba, la llevaba a cada especialista que encontraba o que le recomendaban que pudiera salvarla. Con los años tuvo que aceptar el hecho de que ella ya no volvería a ser aquella muchacha de la que se había enamorado, -aquella que pintaba acuarelas cuando no podía dormir, y se desvelaba solo para terminar su obra- por lo que terminó apagándose, como una vela que se consume. 
Su grado de obsesión con la enfermedad de mi madre, lo llevó a estar inexistente en mi vida. Con el tiempo, mi vulnerabilidad infante se vio obligada a desaparecer, y comprendí que, al estar mis padres ausentes, estaba por mi cuenta en el mundo. 
  
Me fui de mi casa a los 15 años. A los 17, logré ver publicado mi primer relato. Gracias a los cuentos que escribía, podía solventar la vida que llevaba. Había descubierto los vicios de los hombres y la escritura me ayudaba a tragar esa gran pastilla que cargaba en forma de pasado. 
Escribía para sobrevivir. A veces, escribía para ser feliz, para entender. Me tomó varios años ponerme a reflexionar sobre lo que yacía detrás de esas palabras. 
  
Ahora, siendo un escritor consagrado, entiendo que mis historias de aventuras y fantasías no son más que los deseos de aquel niño apaciguado de haber vivido al menos, una de ellas junto a su madre. 
Pasaron un par de años desde que ella falleció. Recuerdo haber recibido una llamada del centro psiquiátrico donde estaba internada, cuando aún seguía con vida. 
  
Tardé dos días en llegar. Todo lo que pudieron decirme es que hacía una semana que se la pasaba sollozando y lamentándose. Al entrar en la habitación, veo sus ojos rojizos y húmedos, posarse en mi semblante. Ella sabía quién era yo. Con una mueca curva, intentando formar una sonrisa, me observó. Me acerqué. “Hola Mamá”, la saludé, sentándome a su lado. No pude evitar sentirme afligido. Abrumado por la culpa sólo podía pensar que debí estar ahí para ella. Debí permanecer a su lado por más tiempo.  Decirle más veces cuánto la quería y haberle leído alguna de mis historias. Historias que ella nunca conoció y que ya no podrá leer. Historias que expresaban fervientemente mi deseo de haber compartido una vida normal con ella. ¿Se hubiese sentido aliviada al leerlas como yo al escribirlas? Aun así, podía sentir que ella jamás me culpó por haberla abandonado. Siempre que se encontraba a sí misma, sólo profesaba amor, nunca un reproche. Si los tenía, eran para con ella misma. 
Mi visita fue por un tiempo fugaz. Un mes después, escucho la voz de mi padre al teléfono. Apagado como hacía años estaba me da la noticia: mamá había muerto. No pudo superar su depresión y ésta había acabado con ella. 
Mi padre fue quien más sufrió las consecuencias de su enfermedad. No lo supe en ese entonces, era demasiado joven para comprender lo que ocurría. Sin embargo, antes de encontrar mi escape creando mundos ficticios, sólo lograba obstinarme pensando que lo que mi madre padecía era parte de un mal sueño, del que me costaba despertar. 
Al fallecer mi madre, mi padre se encontró aliviado. Había encontrado paz. Algo que jamás admitiría ya que estoy seguro, él no se hubiese exonerado con un sentimiento semejante. 
Esta mañana, al levantarme, volví a mirar aquella foto, después de colocar la recién llegada urna color terracota perteneciente a mi padre junto a la urna que portaba las cenizas de mi madre. Por fin tendrían descanso sin las condescendencias que tuvieron en vida, juntos por la eternidad. 


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